El se puso de pie agresivo. Ella levantaba la mesa del almuerzo. Discutieron un rato, criticándose con dureza. El se fue a la pieza. Afuera el calor agobiante derretía las calles aturdidas de bocinas.
El cerró la puerta del cuarto con violencia. Temblaron los adornos de cerámica y también los años de convivencia. Ella se enjuagó el detergente de las manos; se mordió el labio inferior. Sonó el teléfono con insistencia. No atendieron.
De fondo la radio informaba lo de siempre: suicidio, asesinato, muerte. En el ambiente flotaba el olor a fritura que el viento dispersaba por los cuartos. Afuera vértigo y personas apuradas. En el departamento silencio.
El insultó con voz grave. Ella lloraba sin lágrimas. Fue al modular, hurgó el cajón. Sacó una tijera recién afilada. La miró con malicia. El teléfono sonó otra vez. Lo desenchufó decidida.
En la habitación el hombre se quitó la remera. Dio vuelta el colchón. Extrajo un arma. Revisó que tuviera balas. Contó dos. Se la apoyó en la sien y de su boca se oyó ¡pum! El reloj marcó las 13. El se enfocó en las fotografías de la pared, las miró desanimado.
Ella se sentó en el sillón. Se rozó con el filo de la tijera el cuello. Se agarró la frente con ambas manos. La sombra de la cortina dibujaba una extraña figura. Silbaron afuera los pájaros asentados en la baranda del balcón.
El tragó forzoso, estaba transpirando. Ella lucía nerviosa, cerraba los ojos. En la ciudad los trenes colapsaban. El tiempo escaso, la obligación abundante, el deseo insatisfecho. El frunció el seño, le dolía el pecho. Ella se apoyó en el umbral del pasillo.
El abrió la puerta despacio. Asomó apenas medio cuerpo. Ella lo encontró pálido. El la desconoció. Se miraron turbiamente culpándose con el gesto incisivo, sagaz, se juzgaron. Ella respiró trabajosamente. El negó con la cabeza. Empuñó el revólver frío. Ella envolvió la tijera en su mano derecha.
Caminaron milimétricamente. Se sentenciaron sin hablarse. La heladera zumbó como siempre. En la oscuridad del pasillo se mezclaron los destinos. Él le apuntó con el arma. Ella le posó la navaja en la garganta. Suspiraron profundamente. Ella llevó su mano izquierda a la panza. El dejó caer la mano homónima para entibiar la de ella.
Él le preguntó si estaba segura. Le respondió que sí. El se quebró. Ella estaba paralizada. Se examinaron detenidamente. A ella le brillaban los ojos. A él lo asfixiaba la culpa. Se arrimaron al cuarto vació de color celeste. Entraron.
Un rayo de sol iluminó el pijamita turquesa. Los consumió el dolor. Se sostuvieron un largo tiempo. La radio tenía música ahora.
El bordeó con el dedo índice la cuna. Los análisis volaron de la mesa. Quedaron en el piso.
Se humedecieron sus rostros. Les tembló el pulso. La conciencia los atormentaba. Él le pidió perdón. Ella no le contestó.
Él dudó. Ella le marcó el camino. Le arrimó el arma contra su vientre. Él le disparó de cerca. Ella se desplomó. Quedó boca arriba. Él se tajeó el cuello. Gatilló a la cabeza de ella. Él sangraba a borbotones por la garganta. Se apuntó la sien. No quedaban balas.
Se arrastró ensangrentado. Ensució el parquet encerado. Se asomó al balcón. Abajo la avenida atascada. Escaló la baranda.
La gente se amontonó en la vereda. La policía encintó la escena. Alguien dijo cobarde. Deja su mujer sola. Alguno dijo pobre, ella no lo quería.
La radio informaba lo de siempre: suicidio, asesinato, muerte.
J. S.
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Hombres inmundos... ojalá que no nos devoremos entre la gente que queremos...
ResponderEliminarQue todo lo que hacemos sirva de algo.
Grande J.S!